«Estoy enfadada porque Estela me chincha», se queja María, de tres
años, mientras coloca un ceño fruncido sobre su foto, colgada en un
panel del aula junto a la de sus compañeros. María es alumna del Colegio
Ramón y Cajal de Madrid, un centro que lleva siete años con un proyecto
pionero sobre inteligencia emocional, la asignatura pendiente que se va
abriendo hueco, poco a poco, en el sistema educativo español y que
estos días retoman unos pocos miles de los millones de escolares que
vuelven al cole tras las Navidades.
Y es que si hay una frase que
se ha quedado totalmente obsoleta es aquella con la que estudiaron
muchas generaciones del pasado siglo: la letra con sangre entra. Hoy, la
neurología ha revelado que la agresividad genera más de lo mismo y que
el cerebro humano, además de su parte racional, el neocórtex, tiene otra
tan importante, si no más, que es la amígdala, especializada en las
emociones. Allí es donde quedan almacenados, de forma inconsciente, los
recuerdos de los sentimientos desde los primeros días de vida. Ese baúl
se abre ante cualquier experiencia antes de que la parte cognitiva se
ponga en marcha, por lo que los científicos primero, y los educadores
ahora, han llegado a la conclusión de que aprender a gestionar esos
sentimentos es tan importante como conocer las letras.
Se trata de potenciar la llamada inteligencia emocional, un concepto
que popularizó hace una década el psicólogo y divulgador estadounidense
Daniel Goleman. Ahora se acerca a las aulas en diferentes fórmulas y ya
empieza a dar sorprendentes resultados entre los niños. «Se trata de que
conozcan sus emociones y las de los demás. Los críos tienen poca
tolerancia a la frustración y muchos están estresados por exceso de
actividades para adaptarse al horario de los padres, por divorcios o por
conflictos con compañeros», señala Eva Solanas, del Centro de
Psicología Infantil EOS, de Madrid.
«Ahora», continúa Solanas,
«sabemos que los padres y los profesores pueden intervenir eficazmente
desde que son muy pequeños para que cuando sean adultos esas emociones
guardadas puedan controlarse, evitando angustias y conflictos que
interfieren en la parte intelectual».
En el Colegio San Patricio de Madrid, este curso han comenzado a dar
los primeros pasos para implantar la inteligencia emocional en tres de
sus centros. Su modelo es el diseñado por los padres de este concepto,
los psicólogos norteamericanos Peter Salovey y John Mayer, los primeros
en mencionarlo en un artículo científico en 1990. «¿Por qué hay personas
que se adaptan mejor que otras a las diferentes contingencias de la
vida?», se preguntaban Salovey y Mayer. Y la respuesta la encontraron en
la habilidad de entender las emociones, discriminar entre ellas y usar
esa información para guiar el pensamiento y las acciones. Además, ambos
buscaron medidores de esa nueva nteligencia.
En San Patricio, un colegio privado de alto standing, el año
pasado ya implicaron a su profesorado en procesos de coaching colectivo,
el paso previo para que los docentes ejerzan de coach con sus alumnos.
En cinco años quieren que sus 350 docentes hayan pasado por ellos. «En
algunos casos hay resistencia, pero al final los que lo practican
comprueban que su tarea es más satisfactoria porque los niños están más
motivados y menos dispersos», apunta Sonsoles Castellano, su directora
de política educativa.
El programa se ha dividido en cuatro bloques que traducen en
diversas actividades, como las que realizan todos los días los más
pequeños al llegar a clase: tienen que describir su estado de ánimo. Es
un común denominador en todas las experiencias educativas de este tipo.
Para reforzar su autoestima, se utilizan mensajes positivos de sus
compañeros y hay una mascota de la que se ocupan rotatoriamente como
parte de sus tareas escolares. Si la situación se tensa, hacen
ejercicios de relajación.
«Antes, el marco educativo estaba más claro, pero ahora es muy
plural, más disperso, y es necesaria más orientación. Además, cuando los
niños están motivados trabajan sin ansiedad y son más competentes»,
arguye Castellano.
Para probar lo que cuenta, a principios de
curso hicieron un test a los alumnos y tienen previsto hacer otro al
final. También enviaron un cuestionario a los padres, al que han
respondido la mitad.
Solanas recuerda que esa pata familiar es básica para que estos
proyectos triunfen porque los hijos imitan los modelos de los padres:
«El colegio puede ayudar a que desarrollen habilidades sociales, pero lo
que ven en casa tiene que ser parejo». Y la psicóloga añade que «tan
importante como estudiar es jugar con amigos para aprender a
interactuar».
En España, uno de los primeros centros escolares en interesarse
por un programa el que las emociones se mezclaran con las cuentas y
dictados fue la ikastola Lauaxeta, de Amorebieta (Vizcaya), que allá por
1996 abrió la brecha. «Entendimos que para un desarrollo personal de
los alumnos teníamos que enseñar a expresar las emociones y regular los
miedos, porque sin estabilidad emocional sufrirán y no tendrán éxito ni
en el aprendizaje ni en la vida. Aquí les enseñamos a trabajar en
equipo, a controlar la ira y la incertidumbre», explica su directora,
Teresa Ojanguren.
En Lauaxeta, una cooperativa de padres que tiene el premio
educativo europeo más prestigioso (el Excellence Award Winner), esta
compleja asignatura comienza a impartirse a los dos años y acaba con la
selectividad, que aprueban el 100% de sus alumnos (el 60% con una media
superior a siete).
Desde los dos años comienzan a identificar sus estados de ánimo cada
día en los llamados círculos emocionales y a reciclar los negativos
(conflictos, insultos, peleas) en positivos. En Primaria, funciona un
buzón donde los compañeros se dejan mensajes para solucionar sus
conflictos y una vez a la semana, una comisión de alumnos hace balance
de lo ocurrido en el aula. Son representantes que van rotando cada día
para compartir la responsabilidad.
Ojanguren asegura que el
clima, en un entorno de violencia como el que impregna la sociedad del
País Vasco, ha cambiado drásticamente en el centro. «Incluso en
Secundaria, la etapa más conflictiva, se nota la tranquilidad. Hasta ha
bajado el costo de mantenimiento porque hay menos pintadas y mesas
rotas. Y si alguien rompe las reglas, tiene un rincón de reflexión fuera
del aula para reconducir la situación con apoyo de un profesor»,
apunta.
Cada tres meses, las familias reciben información de las áreas
emocionales que debe trabajar con sus hijos. «Esa evaluación, a lo largo
de 16 años, tiene que ser clara. Al final, no tenemos alumnos más
inteligentes, pero sí sacan mejores notas porque tienen mayor madurez.
Por ello, cada vez son más los colegios que se comprometen con la
educación emocional. No queda otra».
Sus resultados académicos confirman lo que Goleman señalaba en
junio en la Universidad Europea de Madrid: «El cociente intelectual sólo
predice entre el 4 y el 10% del éxito profesional; el resto depende de
variables como la familia, el azar y la inteligencia emocional».
La propuesta de este experto es la que se ha adoptado en los
colegios San Estanislao Koska (SEK). El SEK acudió a la Fundación
Eduardo Punset, que tiene un equipo de Aprendizaje Social y Emocional
(ASE), para que les apoyaran en su puesta en marcha. El ASE lo forman
psicólogos, primatólogos, sociólogos y antropólogos. Siguen el programa
CASEL de Linda Lantieri, la colaboradora de Goleman, avalado por 400
escuelas de Estados Unidos.
Carmen Lueiro, que dirige el equipo ASE, tiene claras las razones por
las que una sociedad con recursos, incluso sofisticada, peca de un
elevado fracaso escolar: «Los cambios son muy rápidos y presionan al
sistema educativo. Hoy, el trabajo de ambos padres resta tiempo al
desarrollo afectivo y surgen problemas de hiperactividad, inseguridad y
concentración. Aún así, se exigen buenas notas y los niños colapsan. Por
ello es necesario trabajar otras capacidades sociales, artísticas,
físicas, emocionales».
Fue en 2010 cuando el SEK inició su programa emocional en cuatro
de sus seis centros. El plan es parejo a una investigación en el
Laboratorio ASE, dentro de la Universidad Camilo José Cela, que evalúa
sus resultados y los compara con los de los dos colegios que han quedado
fuera. «Comenzamos en Primaria, desde 3º a 6º, y ya hemos notado
mejoras en la concentración de los chavales y en el respeto a los
compañeros», señala Nieves Segovia, presidenta del SEK.
Las herramientas en las clases son similares a las de otros
colegios: hay un Rincón de la paz para reflexionar, técnicas de
relajación, dramatizaciones de conflictos y modelos de escucha activa.
Segovia cree que ha llegado el momento de que padres y docentes «cambien
el paradigma y entiendan que el éxito no se mide como en el pasado; las
empresas no sólo miran el expediente, sino la empatía y la capacidad de
trabajar en equipo».
Todos coinciden en que la inversión, que no es poca en tiempo y
recursos, compensa. Hasta Finlandia se fueron, hace ya siete años, los
responsables del Colegio Ramón y Cajal (Madrid) en busca de su modelo.
El refuerzo positivo, cambiar de actividad cada 15 minutos para no
perder concentración («hay que oxigenar el cuerpo y el cerebro»,
explican ) y hacer clases prácticas, dejando el estudio para casa, son
algunos de sus ejes educativos.
«Entendimos que los niños que llegaban eran de otra generación y
que, si no queríamos perdernos, debíamos adaptarnos. En Finlandia
encontramos un método inductivo que permite que el alumno siempre tenga
conectadas las neuronas», recuerda Paloma Sanz, directora de proyectos
en el Ramón y Cajal.
Como señalaba Eduardo Punset en una entrevista reciente con El Mundo: «El día en que todos tengamos inteligencia emocional, la vida
será más fácil». Que así sea.
Fuente: El Mundo
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